Ultraderecha: ¿Casualidad y Causalidad?
No es casualidad. Es una frase que me repito a diario. A veces basta con buscar un origen, tirar de un hilo, unir cabos y ofrecerse respuestas posibles. Es ahí, precisamente, donde la casualidad desaparece. Fiel a la idea de que “lo que veo es lo que creo”, sostengo que las casualidades rara vez existen. Porque, en el fondo, creer en la casualidad es anular el pensamiento crítico y la lógica.
Y alguno se preguntará: ¿a qué viene todo este discurso sobre la casualidad? Ojalá estas líneas fueran fruto de la imaginación de un narrador que inventa mundos para sus libros, y no el reflejo de una realidad que, aunque actual, hunde sus raíces en un pasado que parece condenado a repetirse. Una vez más, el terror de unos frente a otros.
La cuestión es sencilla: ¿qué es la casualidad? ¿Lo que ocurre sin buscarlo? ¿Una flor que brota en medio del desastre? ¿O tal vez un error, algo incontrolable? Pero, si alguien controla los hilos, ¿sigue siendo casualidad? La idea es simple, aunque de naturaleza filosófica, y por tanto sin respuesta única.
Si la historia se repite, ¿puede ser casualidad? Algunos dirán que no, que los contextos cambian, que nada ocurre dos veces del mismo modo. Pero, ¿qué importa si lo azul se transforma en cian? A fin de cuentas, todos lo seguiremos llamandolo del mismo color. Y eso, precisamente, es lo que está ocurriendo en 2025.
¿Es casualidad que con la primera presidencia de Donald Trump se haya desencadenado un movimiento de extrema derecha global? Los nazis, sí, de nuevo en escena. Modernizados, adaptados a los nuevos tiempos, pero con el mismo fondo: autoritarismo, xenofobia, desprecio por los derechos humanos, nativismo y la defensa del poder del rico frente a la impotencia del pobre. Rasgos que deberían helar la sangre, pero que, paradójicamente, despiertan fascinación en no pocos.
El ascenso de la ultraderecha comenzó con la victoria inesperada de Trump en 2016, aunque el fuego llevaba tiempo gestándose. Algunos culpan a los atentados de Oriente Medio y su impacto en la seguridad global; otros, a la crisis económica de 2008; otros, al hartazgo con las democracias incapaces de cumplir sus promesas. Todas esas causas comparten un denominador común: el poder. Porque toda crisis nace de la imposición de unos sobre otros —económica, financiera o territorial—, y en el fondo, todo se reduce al mismo elemento: el dinero.
Entonces, cabe preguntarse: ¿es el poder quien alimenta las ideologías extremas? La historia parece responder que sí. Las dictaduras, en muchas ocasiones, fueron hijas de democracias complacientes. Estados Unidos, Europa o China han demostrado ser expertos en controlar territorios de interés económico, especialmente en África. No hay nada nuevo bajo el sol; solo un maquillaje más sofisticado.
Entre los historiadores del fascismo aún se discute qué movimientos y regímenes pueden considerarse fascistas en el siglo XX. Sin embargo, hoy casi todos coinciden en afirmar que la extrema derecha actual no lo es. Un error de cálculo monumental. Figuras como Bolsonaro, Putin o Trump comparten el mismo patrón: nacionalismo extremo, desprecio por la democracia y culto a la fuerza. Son lo mismo, aunque los tiempos —y los disfraces— hayan cambiado.
Crisis, descontento, abandono del trabajador: son los ingredientes perfectos para que el poder financie nuevos fascismos. No faltan ejemplos. Vox, por citar uno, mantiene vínculos con grupos corporativos ultraconservadores y organizaciones religiosas como El Yunque, el Opus Dei o fundaciones internacionales como la Red Atlas o la Fundación Edmund Burke. Redes de financiación y poder que operan en la sombra, invisibles a los ojos de una sociedad que no quiere ver. Una pena.
El fascismo contemporáneo tiene algo aún más peligroso que su antecesor: su blanqueamiento. Las derechas tradicionales —y parte de la socialdemocracia— han asumido buena parte de su discurso, estableciendo coaliciones o cediendo en valores esenciales. Todo, una vez más, por la vieja obsesión del dinero.
La tecnología también ha sido cómplice. La sobreinformación ha terminado por ser tan peligrosa como la desinformación. Los medios han contribuido al blanqueamiento, los gobiernos progresistas han optado por la complacencia, y nosotros, como sociedad, hemos dejado de pensar críticamente. Nos hemos olvidado de la Segunda Guerra Mundial, de las dictaduras, de la censura y del horror. Y gran parte de esa amnesia colectiva recae sobre las propias democracias que decimos defender.
Este texto no busca generar miedo, sino reflexión. Recordar que nada es casualidad. Que el peligro está aquí, y hace tiempo que dejó de ser invisible. Los efectos ya se sienten en el mundo, y seguimos ciegos. La próxima revolución en las democracias no será popular ni social: será la de las autocracias elegidas en las urnas.
Una pena.
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